El sol, de Tomohiro Maekawa (Satori) Traducción de Laura Asquerino Egoscozábal | por Juan Jiménez García
La antigüedad del teatro japonés, entre el kabuki y el nō, y esa observación distante que no nos abandona, por mucho que las distancias se acorten, provoca inesperadas víctimas. Víctimas incluso en las que nos resulta difícil reparar hasta que las tenemos ahí, delante, evidentes en su presencia. Porque hay preguntas que rara vez nos hacemos, confundiendo lo oculto con lo inexistente. Y el teatro contemporáneo japonés existe sin que sea una evolución de esas otras representaciones, sino como una manera más de interrogarse sobre el presente. Porque el teatro es, después de todo, un arte del presente aunque sus historias o personajes hayan atravesado cientos de años. Es más, es un arte del ahora, de ese ahora efímero, que empieza y acaba con la representación, para luego ser otra cosa, memoria o palabra fijada, pero otra cosa. Por eso la edición por parte de Satori en colaboración con la Japan Foundation de cinco obras de autores contemporáneos es un acontecimiento que no debe pasar desapercibido por su importancia. Un acto que tal vez aspire (e inspire) a que podamos ver representados en nuestro país a estos dramaturgos. Pero que, en todo caso, es una buena muestra de las inquietudes del momento, un acercamiento en esa distancia y una buena oportunidad por sí misma, más allá de la tentación del orientalismo.
La primera elegida es El sol, de Tomohiro Maekawa, una obra de ciencia ficción que juega a crear ecos con nuestro tiempo. Maekawa nace en 1974 y en el 2003 crea su compañía Ikiume, de la que es dramaturgo y director, moviéndose entre la ya citada ciencia ficción, lo sobrenatural y el terror. Algunas de sus obras han sido llevadas al cine, como Before We Vanish y Foreboding, ambas por Kiyoshi Kurosawa, del que ya conocemos su gusto por esos mismos terrenos. El sol se representó por primera vez en 2011, pero la versión publicada es su revisión de 2016. Una historia pospandémica anterior a nuestra pandemia. Aunque ya sabemos que de ella no saldremos ni mejores ni peores sino iguales, tristemente iguales e inmunes a todo, como si nuestra historia personal de la estupidez no tuviera remedio ni pudiera ser ya alterada por nada, virus o bombas.
En la obra de Tomohiro Maekawa el mundo ha sobrevivido a un virus, capaz de destruirnos en nada, a través de una vacuna. Pero esa vacuna, además de inmunidad, hace que los humanos no envejezcan, además de agudizar sus sentidos y su resistencia. Con un inconveniente: no les puede dar la luz del sol. Llamados nox, conviven con los curios, que serían aquellos que han sobrevivido sin la vacuna, habitantes de reductos, parias de ese mundo nocturno, que huye de esa luz del día que acaba por convertirse en uno de los pocos activos que tienen frente a los otros. La transformación es relativamente sencilla: vacunarse. Pero no es algo que esté al alcance más de los que pasan un sorteo periódico. Mientras tanto, se mantiene ese extraño equilibrio entre tenerlo todo pero faltarte algo y solo tener ese algo. Y la obra del dramaturgo japonés se instala en esas difíciles relaciones a través de una familia de desconocidos (en la que los hijos desconocen a los padres y las historias de un pasado ni tan siquiera lejano), de las tensiones ya no solo de clase sino personales (aunque estén marcadas por decisiones de ser nox o no ser). Y entre esas relaciones nuevas y viejas, está que se establece entre Morishigue, un vigilante nox, y Tetsuhiko, un joven curio, entre los que surge ese punto de equilibrio que podría sostener un nuevo mundo necesario (pero no por ello posible), que nos recuerda las ingenuidades de nuestro tiempo. Y con este afilado retrato de Tomohiro Maekawa, no deja de venirme a la cabeza lo que decía Jean-Pierre Melville en Al final de la escapada, de Jean-Luc Godard: ese querer ser inmortal para luego morir. Porque ¿puede haber algo más terrible que no envejecer nunca, anclados en una sola edad, o ser inmortal, atrapados en una misma e interminable vida?